Daimiel (Ciudad Real)
Entrar en el corazón del mundo

Entrar en el corazón del mundo

El descubrimiento de mi intimidad con el Señor se lo debo al trabajo apostólico en la Acción Católica entre las adolescentes y jóvenes. Desde muy jovencita, aprendí en la medida posible, cómo era imprescindible la oración para poder vivir según el Evangelio. Esta enseñanza fue haciéndose más diáfana hasta llegar a ser norma diaria de mi vida.
La oración alcanzó una dimensión vital en todo mi ser y empecé a experimentar la necesidad de alargar los tiempos dedicados a ella en la mañana y la tarde; momentos que ya eran insustituibles en mi vida por cuanto en la oración me empapaba del amor de Cristo Jesús, de su verdad, de su criterio, y a la vez crecía mi relación personal con Él. De esta forma recibía fuerza y una alegría gozosísima que compartía con las demás jóvenes de mi edad.
Con el pasar de los años llegaron las responsabilidades en el apostolado del Movimiento Junior de la Acción Católica, y con ellas adquirí una claridad aún más evidente de Aquél que constituye el alma de todo apostolado.
Por tanto, con el equipo de los que trabajamos entre niñas y adolescentes, al programar cualquier proyecto a nivel diocesano, lo preparaba también con la oración silenciosa ante el Sagrario.
Deseaba grandemente que todos conocieran y amaran a Cristo Jesús y abrazaran una vida cristiana seria y profunda. Pero comprendía que cada persona tenía que aceptar y realizar en sí misma el mensaje cristiano, y me daba cuenta de mi impotencia. Con todo ello, se confirmaba cada vez más en mí la convicción de lo más eficaz y seguro: hacer que Cristo viviera en mí, para así hacerlo presente entre los hermanos prescindiendo si ellos querían aceptarlo o no. El anhelo de que Cristo viviera en mí, sostenido e incrementado por la oración, era el centro de toda mi existencia.
En la oración, en efecto, encontraba el gozo inmenso del amor de Cristo Jesús y me daba impulso, fuerza y vigor para llevar a cabo este deseo, que constituía ya mi vida. De esta forma mi celo apostólico se acrecentaba, y, al mismo tiempo, quedaba satisfecha en la oración, ya que era sobre todo en ella donde se realizaba el dar a Cristo al mundo, mientras Él vivía en mí.
Sinceramente era feliz. Tenía dentro de mí el tesoro del amor de Cristo. La opción de mi vida era El, en una vida plenamente apostólica. Mas quiso el Señor incrementar mis deseos y conducirlos hasta una realidad muchísimo más hermosa.
Así me hizo entender, valiéndose de un accidente de tráfico, que la única cosa importante al final de la vida es el amor. Del accidente salí con esta decisión: "Si en el momento en que he estado ante la muerte, he visto que la única cosa importante es el amor, tengo que tratar de buscar cómo puedo amar más y mejor". En mí interior brotó la frase evangélica: “no hay amor más grande que dar la vida por quien se ama"
Busqué en la oración y vi que el amor más grande era dar la vida en abnegación y sacrificio por los hermanos. Éste fue el modo como Dios me condujo a la Orden de las Monjas Mínimas, donde la caridad es el corazón del diario vivir y la penitencia es abrazada con amor para configurarte con Cristo Jesús, en un clima de silencio y asidua oración, en tono sostenido de humildad sabrosa, en la sencillez evangélica que todo lo penetra y lo suaviza.
Con la espiritualidad mínima me he identificado desde lo más profundo de mi ser, porque el despojarse de las cosas que San Francisco nos propone en su "Vida y Regla", está en función de la continua conversión y renuncia de sí para una mayor unión con Dios. Ésta es la cumbre a la que están encaminadas todas las indicaciones y normas de la Regla. Por tanto en la vida Mínima, la oración no es posible separarla de la vida, porque la vida expresa la unión con Dios que proviene de la oración.
Todo esto requiere una actitud de olvido de sí en función de Cristo y su Iglesia puesto que si el Señor Jesús, Persona divina, nos configura con Él, que es la Vida verdadera, resulta que al vaciarse de sí mismo, se recibe como don la madurez de la persona y la plenitud de la misma existencia.
Con inmensa alegría abracé la vida de las Monjas Mínimas con la convicción profunda de entrar en el corazón del mundo para entregar, desde mi clausura, la vida por los demás. Convicción que me ha acompañado desde que formo parte de esta familia religiosa en la que vivo, sabiendo que no me pertenezco sino que soy de Cristo Jesús para todos los hombres. Y con la conciencia de ser de todos, por todos y con todos, estoy delante de Cristo en nombre de todos mis hermanos.

E.M.
(Publicado en “Dove la carne”)