Paola (Cosenza, Italia)
Cristo, nuestra Pascua

Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, hagamos fiesta…..

Esta es la gran invitación a la exultación que la Liturgia pascual nos repite insistentemente… ¡Hagamos fiesta en el Señor! Una fiesta que tendrá que ser sin duda también exteriorizada en la comunión gozosa de los hermanos, pero que tendrá que ser, sobre todo, íntima: es la  alegría profunda del creyente que contempla el rostro radiante y glorioso de Cristo vencedor, que nos invita a iniciar la fiesta de las bodas porque ahora, ya han sido derrotados todos los enemigos, incluso la muerte, y nadie podrá alterar el gozo incontenible de un encuentro que durará por toda la eternidad, por los siglos de los siglos….

Y es en la contemplación de Cristo glorioso, nuestra vida y nuestra salvación, donde podemos profundizar el sentido de la existencia del  hombre, de su vida, de su muerte y de su vocación  a la inmortalidad.

Si, en efecto, es en Cristo donde se nos ha revelado “El Hombre” perfecto, el hombre que cumple en todo la voluntad del Padre y que realiza perfectamente el proyecto arcano de la creación, entonces es obvio que solamente en El podemos comprender hasta el fondo el significado de la existencia del hombre, y de cada hombre en particular.

Pero en Cristo, la última palabra dicha por el Padre no ha sido ni la pasión ni la muerte, ha sido la resurrección. La resurrección y la glorificación del Señor Jesús nos han revelado, por lo tanto el sentido profundo de su existencia humana, incluida la muerte, y nos revelan consecuentemente el sentido profundo de toda existencia humana que en él encuentra el paradigma de su perfección.

Es esta perspectiva de eternidad, donde el valor de la vida del hombre sobre la tierra, por una parte se relativiza, y por otra se agranda. Se agranda en la misma proporción en que se relativiza, es decir, en cuanto se refiere a otro valor más grande que ella misma: la vida eterna en comunión de amor y de conocimiento con Dios. 

Dado que la vida terrena se convierte en el presupuesto, en la condición sin la cual no es posible el acceso a la eterna bienaventuranza, podemos comprender que cada instante de la vida humana tiene un valor infinito, porque en cada instante el hombre puede acercarse a Dios, pedir el perdón de sus propias culpas, acoger su palabra de Amor. Si por el contrario, consideramos la experiencia terrena del hombre como un valor absoluto, se empequeñece, porque perdiendo la referencia a otros valores más grandes, se queda en sí misma demasiado pequeña, demasiado limitada. La vida del cristiano tiene un valor infinito porque él es un “viviente para Dios”, como el Apóstol Pablo nos enseña (cfr. Rm. 6,3-4.11). Incluso la muerte física tiene su valor   y su dignidad: no es la destrucción de la persona humana, no es la última palabra, la derrota total. Ya desde las primeras páginas del texto sagrado, el libro del Génesis nos presenta la muerte como el castigo impuesto por Dios al hombre por el pecado cometido. Castigo que en Cristo se convierte en “penitencia”. Porque Cristo, ofreciendo libremente su vida, no por el suyo, sino por nuestro pecado, nos ha reconstituido en la amistad con Dios, nos ha unido a Sí y nos ha convertido en sacerdotes de la Nueva Alianza, en virtud de cuyo sacerdocio también nosotros podemos ofrecer a Dios nuestra vida, unida al sacrificio de Cristo, como penitencia por la remisión de nuestros pecados.

La aceptación de la muerte física, unida a la muerte de Cristo, es el gesto mediante el cual nosotros podemos decir a Dios nuestra palabra definitiva: es decir, que reconocemos haber fallado, que sentimos dolor por nuestros pecados, y que aceptamos y nos sometemos al justo juicio de Dios, estando seguros de haber obtenido ya en Cristo el perdón y la bendición de la vida eterna. He aquí, pues, que la muerte se convierte para nosotros, cristianos, como lo fue para el Señor Jesús, en el momento más importante y más pleno de la vida. El momento en el que el hombre es llamado a alejarse definitivamente del mal y de la idolatría del propio yo, y a unirse al Dios viviente dándole a Él el obsequio de la adoración y de la obediencia a sus designios sapientísimos, realizando así el acto supremo de su libertad mediante la adhesión total y definitiva al Sumo Bien.

Es muy importante para nosotros, que celebramos en la fe la Pascua de Cristo, sabernos inserir en el misterio de la salvación mediante la aceptación de las tribulaciones de la vida presente y de la misma muerte. Es la condición para poder hacernos realmente partícipes de la gloria del Resucitado: “Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya” (Rm. 6,5), “Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, (II Cor. 4,17)

En efecto ¿Cómo podremos celebrar dignamente la Pascua de Cristo si rehusásemos compartir su lucha contra el pecado y el mal, o si no aceptásemos contribuir ni aún lo más mínimo en la satisfacción del precio de nuestro pecado? ¿O si ante la muerte, propia o de nuestros seres queridos, nos dejásemos coger por el desánimo o por la desesperación? ¿O si, quisiéramos hacer de la muerte un objeto más al servicio de los caprichos de nuestra veleidad….? ¿Con qué cara podremos entonces decir que creemos en Cristo resucitado y que esperamos compartir la gloria de su resurrección? La gloria del Resucitado es para nosotros luz de esperanza que ilumina la vida y la muerte, y que nos permite amar la vida y no temer la muerte, sino encontrar el justo equilibrio que nos propone la fe. Es en El en quien podemos hacer fiesta y exultar porque el antiguo enemigo ha sido derrotado y ahora la muerte es el paso hacia la inmortalidad. “Mas todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor” (II Cor 3,18).