Orar
¡Conducidos por el Espíritu!
¡CONDUCIDOS POR EL ESPÍRITU!
 
Con gratitud y asombro, brota del corazón un deseo que todos llevamos en el corazón: ¡SER CONDUCIDOS POR EL ESPÍRITU, que es AMOR!

Es Jesús quien nos abre a este don, ¡¡¡tanto nos ama el Señor!!!:
“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 25-26).

En los discursos de la Última Cena del evangelista San Juan, Jesús promete el Paráclito que lo enseñará todo, y nos guiará hasta la verdad plena:
“Yo os digo la verdad. Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré…Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Jn 16, 7.13). Es Jesús quien nos dona su Espíritu. Sí, no estamos solos, nos ha dado su Espíritu, y junto a Él, ¿qué podemos temer? Que nadie, pues, se sienta abrumado, sino liberado, salvado, acompañado, amado… con la certeza de que sólo quien ha vencido a la muerte, - Jesús-, nos puede dar la vida verdadera, que nunca se acaba, la vida eterna:  “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).

Una persona que se deja llevar por el Espíritu: Genera belleza, anuncia el Reino, reconoce y saborea a Dios, engendra a Jesús en las personas que encuentra, señala dónde está Jesús, reconoce su rostro, da testimonio del Reino, defiende, protege, consuela y se sabe, se siente y se vive, en la comunión de la Iglesia, en la fraternidad de los hijos e hijas de Dios.

Es el Espíritu de Dios un maestro interior que nos habla de Dios y nos une a Dios. Siempre suele subrayarse que el Espíritu es ruah (en hebreo), es decir, viento fuerte, o aliento de vida. Es pneuma (en griego), es decir, soplo que empuja y que da la vida. En este caso, junto con la insistencia en la fuerza y la vida, se subraya su capacidad reveladora, su aspecto profético: el Espíritu nos habla en el interior, del interior de Dios; con sonidos inefables, con palabras más allá de los conceptos, con una luz que supera la luz de nuestra razón.

A Dios no se le puede conocer por dentro si él no se nos revela. Sin el Espíritu, razonando a solas, la mente humana no puede penetrar en la verdad más íntima sobre Dios. Dios habla al hombre y este tiene que entender lo que Dios le quiere decir para que su obrar sea recto.

Aunque, a veces, nuestro orgullo nos lleve a pensar que ya lo sabemos todo, y juzgamos las cosas según nuestras pequeñas capacidades intelectuales, el Espíritu nos abre la mente, da alas a la razón, para que pueda realizar sus sueños más inconfesados y pueda conocer a Dios. El Espíritu no es algo sentimental que está en contra de la razón: es conocimiento, amor, información y encuentro...

Cuando nos dejamos llevar por el Espíritu... el desasimiento de todo y el deseo de Dios es cada vez mayor. Y el alma que vive así,
conducida por el Espíritu, experimenta en lo más íntimo de su corazón y deja susurrar en lo más hondo una certeza: “Yo soy para mi amado y mi amado es para mí” (Cant 6, 3).  Es más, esta experiencia honda, le abre a la comunión y le convierte en bendición para quien se acerque a ella y tanto mayor será esta conciencia cuanto más hondamente el alma se abrace a su Señor, el Amado de su alma, cuyo único reposo consiste en habitar en su corazón: “Grábame como sello en tu corazón” (Cant 8, 6).

Al ser
conducidos por el Espíritu nos abrimos a la esperanza y con esperanza caminamos con los pies en la tierra y el alma en el cielo, en la vida eterna, que Jesús nos regala. Es por eso, que nos dona su Espíritu, para no despistarnos en el camino. Somos conscientes de que hace falta capacidad y virtud para descubrir este tesoro.

Nos suelen pasar desapercibidos muchos regalos, por ej: una buena poesía, un buen soneto...porque juzgamos el valor de una cosa por nuestra capacidad y creemos que no tiene valor porque nosotros no tenemos capacidad para valorar ese tesoro, porque no somos capaces de descubrir su belleza, sucede con el arte... y sobre todo con la música. Esto ocurre también ante el Evangelio, la culpa no es de la Palabra, es nuestra, que somos incapaces de contemplar cómo Dios es el mayor tesoro de nuestra vida. El tesoro que Dios otorga para quien sabe contemplar la riqueza que hay detrás del conocimiento de Dios, es la sabiduría, el discernimiento. En sentido bíblico no es saber de todo, es saber ver en los acontecimientos las huellas de Dios impresas, es saber apreciar aquellos momentos en los que Dios nos ha tocado; si somos incapaces de hacer esto, nos falta el don de Sabiduría.

Y S. Pablo nos lo dice de otra manera en Rm 8, 28: “a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”; para los que aman a Dios todos los acontecimientos (los buenos y los malos, los de alegría y los de sufrimiento), de todo se saca el bien. Cuando solamente vemos con pesimismo nuestras vidas, no estamos abiertos al Espíritu... Cuando uno se acerca a Dios, sabe que todo le sirve para el bien y eso produce alegría. Al alejarse de Dios uno se vuelve triste, al acercarse a Dios uno se vuelve alegre. Este es el sentido profundo del tesoro que Dios nos da con la sabiduría, don del Espíritu. Dios nos toca, guía nuestras vidas y de todo saca el bien. Tarde o temprano este tesoro descubierto producirá el fruto de la alegría.
¡Y eso, es caminar conducido por el Espíritu!

Hablar de don es hablar de amor. Porque sólo lo que se da «por amor», es decir, gratuitamente, sin pedir nada a cambio, merece el nombre sagrado de don. Más aún, en realidad, el único verdadero don que existe es el mismo amor. Los demás «dones» no son más que indicios, manifestaciones, pruebas, testimonios fehacientes de amor. Por eso, en expresión de Santo Tomás de Aquino, el amor es el don primero, origen y principio de todos los otros dones: “Lo primero que damos al amigo es el amor por el que queremos para él el bien. De donde se sigue que el amor tiene razón de primer don, por el que se da todos los demás dones gratuitos”.

En definitiva, debemos centrar nuestra mirada en Cristo, únicamente en Él y caminar aceptando lo que a lo largo del camino se nos va presentando, así de sencillo. Que hoy no entiendo por qué me rebelo, por qué sufro, por qué me cuesta amar en verdad, gozarme con la felicidad del otro, por qué me duele tanto verme imperfecto, limitado, etc. Todas estas preguntas y más, sólo se responden desde el convencimiento de nuestro ser pecador hasta tal punto que, si soy fiel, llegaré a decir con verdad: 'Señor, soy una persona pecadora, quiero cumplir la voluntad de Dios y no me olvido de mí' y desde este convencimiento Él irá haciendo su obra, pero se trata de saber hondamente que Él es quien hace la obra, y nosotros sólo tenemos que dejarnos
conducir por su Espíritu.

Queridos hermanos todos, cuantos leáis estas líneas, sabed que 'Dios es el Padre que vive, Él es el único que originalmente posee la vida y Él quien la comunica. No hay otra vida que la que Dios posee. Los hombres tienen vida en el Hijo, en su nombre (cf. Jn 3, 15; 20, 31). Esta vida que el Hijo comunica a los hombres es mucho más que la vida natural, es la vida sobrenatural, la misma vida de Dios, la vida trascendente, la vida eterna'.

Nuestro mundo, nuestros hermanos, todos, la Humanidad… estamos necesitados de esta gran certeza de nuestra fe cristiana. Y, desde el corazón contemplativo de nuestras vidas entregadas a Dios, brota el anhelo de que todos reciban y abracen a Jesús, y sean
conducidos por el Espíritu Santo, que es Amor, el amor que todos estamos llamados a vivir.

Oremos con insistencia y demos testimonio del don que se nos ha regalado, para que otros muchos, que aún no lo conocen, reciban también esta gracia inmerecida.
 
Preparado por Monjas Mínimas Daimiel